viernes, 14 de noviembre de 2008

2. La Fontaine, 20 rue de la Grange-aux-Belles, 75010 Paris

Para Victoria con quien compartí
muchas noches en La Fontaine

Llegué a Colonel Fabien un par de minutos antes de la cita, no quería hacerla esperar en la calle con aquel frío. Me apoyé, con las manos en los bolsillos, sobre la jamba derecha que adornaba la entrada al metro. Desde ese ángulo podía seguir con toda discreción el camino de cada una de las chicas que salían del metro. Me encantaba fijar la mirada tras de sí, e imaginar que por azar volvían su cara y me encontraban. Jugaba a adivinar qué había al final de sus pasos, trataba de entender por qué el ritmo de sus pies o hacia dónde dirigían sus ojos. A veces, me imaginaba compartiendo una cervecita con alguna de ellas, bastaba con que al subir nos miráramos y cruzásemos una sonrisa.

Miré escaleras abajo, hacia la puerta que se abría con el alboroto de los que llegaban, esperaba encontrarla tras el tumulto. Entre los rezagados hubo un joven ciego que llamó mi atención. Es increíble cómo puede alguien, únicamente a palazos, desenvolverse en una ciudad como París. Subió con su bastón ligeramente levantado, parecía conocer cada uno de los escalones que había dejado atrás. Al llegar arriba apoyó el bastón sobre el suelo y giró a su izquierda. Me habría perdido embelesado por el andar, decidido y certero, de aquel joven de no haber sido porque la esperaba.

De nuevo, el alboroto de los que llegaban me hizo mirar hacia la puerta que se abría. Ahí estaba ella, enfundada en un abrigo negro largo, con una bufanda morada y el pelo suelto por encima.
—Perdona por el retraso —me dijo.
—No importa, sólo han sido un par de minutos.
—Sí, pero un par de minutos de espera con este frío pueden ser una tortura —me dijo para que aceptara sus disculpas.
—¿Vamos? a ver si tenemos suerte y cogemos sitio —le dije para apresurarnos.
—¿Por dónde? ¿por allí? —me preguntó perdida, como si quisiera dejarse llevar entre las calles de una ciudad nueva.
Bajamos la rue de la Grange-aux-Belles hasta llegar a La Fontaine.

Al entrar, nos dirigimos directamente hacia las mesas, haciéndonos hueco entre los que estaban de pie. Conseguimos dos sillas en la esquina derecha, junto a la barra. Estábamos un poco apretados pero teníamos más intimidad que en cualquier otro sito. El camarero se acercó para ver qué tomábamos.
—¿Te apetece una copita de vino? —me preguntó.
—Sí —le respondí.
Sin dudar se dirigió al camarero elevando la voz por encima de la música:
Deux verres de Bordeaux de Saint-Emilion, s'il vous plaît.
—Muy buena elección Madame —le dije sonriendo.
—¿Lo conocías? —me preguntó.
La verdad es que sólo conocía el nombre, pero qué mejor momento que aquél para probarlo.

Duc des Lombards 2006, photo by Gala Reverdy

—¿A quién hemos venido a ver? —me preguntó mientras guardaba la bufanda.
—Ves la chica morena con gafas que está liándose el cigarro, pues a ella.
—¿No es muy joven?
—Espera a verla con las baquetas en las manos y ya me dirás —le dije presentando a la joven superdotada.
El camarero se acercó con las dos copas de vino. Esperé a que ella cogiera la suya y las alzamos, cruzando nuestras miradas para brindar. Me perdí entre el brillo de sus ojos y la carne roja de sus labios, se detuvo el tiempo para que disfrutara de las facciones que la edad, tan delicadamente, había esculpido sobre su rostro. Con una sonrisa cómplice apartó su mirada para devolverme a la realidad. Di el primer sorbo con la intención de que el vino hiciera fluir los pulsos de sangre que se acumulaban en el bajo vientre.

—Bueno, ¿y cómo es que decidiste venir a Francia? ¿te apetecía vivir en París?—me preguntó.
—¿Apetecerme vivir en París? pues sí, pero tanto como me apetecía vivir en cualquier otro lugar que no fueran ni Utrera ni Sevilla. Para mí París no tenía nada de especial antes de venir, y la verdad aún dudo que lo tenga. La historia es que quería seguir con el doctorado en el extranjero pero no tenía ni idea dónde, así que fui a hablar con uno de mis profesores. Creo que él hizo su tesis aquí así que fue clara su recomendación...

Anne Paceo by Sby, www.catchavibz.com

Quitaron la música del equipo para dar comienzo al concierto. Las primeras notas del piano salieron en una melodía lenta y cadenciosa. Bastaron unos segundos para entrar en mi burbuja y olvidarme del concierto. Corrían por mi mente todo tipo de fantasías dodecafónicas y pensamientos síncopados. Nada parecía existir tras la cortina invisible que me rodeaba; su olor, cuarentena destilada en perfume, era el único contacto con la realidad. Así se sucedieron tema a tema ritmos irrepetibles y lineales propio de aquellos miércoles en La Fontaine. Como era de costumbre, justo antes de la última pieza el camarero salió con la gorra para recaudar algunos euros para los músicos.
Al acabar el concierto y mientras salíamos del bar le pregunté:
—¿Qué te ha parecido?
—No sé... creo que el jazz moderno ha roto mis esquemas musicales.
—¿No te ha gustado? —le pregunté desilusionado.
—Sí... ha sido un momento muy especial, pero mis oídos no están del todo hechos a estas melodías.
—La verdad es que tampoco sé yo si estoy preparado para entender esta música, pero es cierto que abre nuevas puertas en mi imaginación. No sé si vengo a estos conciertos por la música o por la búsqueda de nuevas ideas.
—Vamos, que tú tampoco le has prestado atención a la música —dijo desestimando mis palabras.

Una vez en la puerta y abrazados al frío de finales de enero le pregunté qué le apetecía hacer:
—Vivo cerca de aquí, y en casa tengo una botella de vino, ¿quieres venir y nos tomamos la última?
—¿A tu casa? —preguntó sonriendo y algo deseosa— ¿pero tú qué quieres, que me metan en la cárcel por coquetear con jovencitos?
—Será sólo una copita... pero no te preocupes que ya he cumplido los veintitrés —respondí guiñándole el ojo.

sábado, 8 de noviembre de 2008

1. Acariciándose las manos

Sentados uno frente al otro, dejados llevar por el movimiento de los vagones, bailando al ritmo de las curvas. La profesora sentía en un suave cosquilleo las caricias con las que el estudiante se dibujaba las manos. Lo recordaba entre sus piernas sumergido en el ácido mordisco de sus gemidos. Le agarró las manos con una mirada húmeda. Él sonrió, mostrándole las manos vacías, insinuando que aquellas caricias no eran más que el eco de su fantasía.
—Ya sabes que no —dijo ella adivinando—, cualquiera capaz de disfrutar acariciándose las manos puede convertir cualquier flor en agua.
Él sonrió de nuevo, agradeciendo el cumplido de metáfora fácil.
—No sabes cómo me gusta sentir que hay algo ardiendo entre esos muslos de estudiosa, ¿eras así también en tus días de juventud?.
—Yo diría que no —dijo ella—. A las mujeres, el apogeo sexual nos llega a los cuarenta, mientras que a vosotros después de los treinta se os va todo por la boca.
—Y por eso estás tú tan contenta en tus cuarenta, ¿no? —dijo el estudiante a carcajadas—. París, la libido por las nubes y un veinteañero al que le encanta acariciarse las manos.
—No podías haberlo explicado mejor mon cheri.
Le encantaba ver cómo Madame la prof, como él la solía llamar, se humedecía por unos simples juegos de manos.
—Y tú mon petit ¿qué has visto en mis cuarenta?
—Si te digo la verdad, no lo sé —respondió él—, pero es cierto que la edad destila el olor y convierte la piel en un delicado velo que cubre las entrañas de un ser bien formado. Me encanta ver los años acumulados en tu barriga y tus piernas, y saborear la madurez en tus oscurecidos pezones. Sabes que no veo fea a ninguna, y si además las arrugas de los ojos son producto de tanta filosofía leída puedo caer incluso enamorado.
—¿Sabes qué te ocurre? —preguntó ella esbozando una sonrisa irónica—. Que a las niñas de tu edad no las encandilas con esta palabrería. Necesitas algo más.
—¿Y tú crees que no es suficiente con acariciarme las manos en mis ratos de metro? —preguntó él.
Sus miradas se anclaron, la una en la otra bajo un silencio desnudo que sólo pudo romper la voz del metro: "Gambetta, Gambetta".

jueves, 6 de noviembre de 2008

A orillas del Canal Saint-Martin

Aún siento el peso de aquella caja llena de ilusiones que abrí en una de las buhardillas de la rue des Gâtines. Recuerdo qué sentí mientras rompía el embalaje de tantos años, creo que incluso hoy escucho el sonido del precinto al despegarse... Ahí estaba todo, delante de mí, en una caja esperando a que yo encontrara la esquina adecuada. Tenía una lista en blanco llena de ilusiones y un sobre vacío con todas sus cartas. Esperaba yo encontrar no sé qué ciudad entre las piernas de esta desvirgada París.
Creo que ahora sabría responder casi a la mitad de las preguntas que salieron de la caja, podría encontrar al menos diez calles que no dejaría jamás. Escribiría incluso una fantasía con mi vida y París como escenario.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Una postal y el origen del sexo de las ciudades

La historia no es ni muy larga ni muy corta; exactamente de cincuenta y cinco días. Las amantes han sido tres, cada una de ellas en un país distinto y todas en la misma cama gris.
Mi romance con Londres sólo duró veintiún días. Nos llevábamos bien. De hecho, me adapté rápido a sus caricias y a sus enfados. Le gustaban tanto nuestros paseos junto al Támesis que me preguntó por qué me iba. Quería conocer a París.
Con Bruselas sólo fueron unas noches de sexo, ratitos en los que me sentía solo. No nos entendimos bien, ella demasiado sucia y yo con el olor de Londres en mi mano.
¿París? la mujer inventada por otros, la silueta que no encuentro. Dónde está la chica que llamáis París, ésa de la que tanto habéis hablado ¿está en algún burdel? No me digáis que está en esa caricatura de molino que llaman Mulin Rouge. ¿Está con los pintores en Montmartre? ¿no me diréis que es ésa que compran los turistas en láminas?
¡París! tengo mucho amor que darte. No te escondas entre los turistas, que no iré a buscarte a la torre de Eiffel. Prometo cerrar los ojos y evitar las postales, si en alguna de estas calles vienes a besarme.

Nota: Estas palabras son de una postal que dirigí a mi tío Alfonso Pérez Corrales. El motivo de publicarlas aquí es que de alguna forma son la génesis del sexo de las ciudades

lunes, 3 de noviembre de 2008

In girum imus nocte et consumimur igni

Una joven despatarrada en la camilla de un hospital gritaba a viva voz justo antes de parir:

"Átale, demoníaco Caín, o me delata."

Lo que no sabía la joven es que el nombre, que tan bien había elegido para su bebé, no sería suficiente para diferenciar a las trillizas que iba a tener. Cuando el médico le comunicó aquella nueva, ella resolvió sin enmudecer. La modificación del original fue tan acertada que recordaría, por el nombre, el orden de cada niña al nacer.

¿Cómo se llama cada una de las pequeñas?

Ver la respuesta con una explicación aquí.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Envejecer mal

"Hoy sé que el seguir ciegamente las maneras literarias de la época, tanto como la complacencia para consigo mismo, dan pronto ocasión a las primeras arrugas, y que nada como ambas cosas hace vulnerable ante el tiempo a una obra literaria."

Historial de un libro, 1958
Luis Cernuda

sábado, 1 de noviembre de 2008

Sin rostro ni nieve

Ayer dejé Helsinki, sin nieve ni sol
con un extraño recuerdo de mi infancia:
Carmen en mi mente y en mis corazones.

Carmen Anselmo es una niña sin rostro ni olor.
Nos recuerdo en su habitación:
yo desnudando sus muñecas y ella en la cama
con la mirada extraviada
y acariciando la jareta de la funda de su almohada...
Esto tiene un montón me decía.
¿Un montón de qué? no entendía su mundo de placeres pequeños.

Su pelo recogido en una media cola, sus calcetines de ganchillos y el suelo lleno de ganchos.
Me asomé a la ventana pero no había nevado,
me iba sin ver los árboles tiritar por el frío blanco...

A lo lejos, la niña sin rostro ni cuerpo,
sólo una sensación que me hacía pequeño en ese día oscuro y sin nieve.