sábado, 8 de noviembre de 2008

1. Acariciándose las manos

Sentados uno frente al otro, dejados llevar por el movimiento de los vagones, bailando al ritmo de las curvas. La profesora sentía en un suave cosquilleo las caricias con las que el estudiante se dibujaba las manos. Lo recordaba entre sus piernas sumergido en el ácido mordisco de sus gemidos. Le agarró las manos con una mirada húmeda. Él sonrió, mostrándole las manos vacías, insinuando que aquellas caricias no eran más que el eco de su fantasía.
—Ya sabes que no —dijo ella adivinando—, cualquiera capaz de disfrutar acariciándose las manos puede convertir cualquier flor en agua.
Él sonrió de nuevo, agradeciendo el cumplido de metáfora fácil.
—No sabes cómo me gusta sentir que hay algo ardiendo entre esos muslos de estudiosa, ¿eras así también en tus días de juventud?.
—Yo diría que no —dijo ella—. A las mujeres, el apogeo sexual nos llega a los cuarenta, mientras que a vosotros después de los treinta se os va todo por la boca.
—Y por eso estás tú tan contenta en tus cuarenta, ¿no? —dijo el estudiante a carcajadas—. París, la libido por las nubes y un veinteañero al que le encanta acariciarse las manos.
—No podías haberlo explicado mejor mon cheri.
Le encantaba ver cómo Madame la prof, como él la solía llamar, se humedecía por unos simples juegos de manos.
—Y tú mon petit ¿qué has visto en mis cuarenta?
—Si te digo la verdad, no lo sé —respondió él—, pero es cierto que la edad destila el olor y convierte la piel en un delicado velo que cubre las entrañas de un ser bien formado. Me encanta ver los años acumulados en tu barriga y tus piernas, y saborear la madurez en tus oscurecidos pezones. Sabes que no veo fea a ninguna, y si además las arrugas de los ojos son producto de tanta filosofía leída puedo caer incluso enamorado.
—¿Sabes qué te ocurre? —preguntó ella esbozando una sonrisa irónica—. Que a las niñas de tu edad no las encandilas con esta palabrería. Necesitas algo más.
—¿Y tú crees que no es suficiente con acariciarme las manos en mis ratos de metro? —preguntó él.
Sus miradas se anclaron, la una en la otra bajo un silencio desnudo que sólo pudo romper la voz del metro: "Gambetta, Gambetta".