sábado, 21 de febrero de 2009

Una dama de noche

Ella era su dama de la noche, el aroma que envolvía las alocadas lunas de su adolescencia. Era esa chica del cabello largo y castaño que apareció una noche frente a él, la misma noche que justo un año después se fue. Su piel suave y tersa rematada en sus labios y entrepierna fue el lienzo en el que el joven descubrió la sexualidad. Como una fantasía oculta la encontraba, de sábado en sábado, entre la multitud desconocida de la ciudad. Que al principio sólo se dejara oler durante el desenfreno nocturno, le dio el nombre de una flor: dama de noche. Cualquier esquina oscura bastaba para perder las braguitas y manchar de semen su vestido. Se desnudaron y gimieron en todas las calles y parques.

Conforme el tiempo pasaba la ciudad se les hacía pequeña, y sólo un lugar quedó como su escondite. En él, se mordían y se chupaban, y al acabar se sentaban enamorados junto a las flores de una dama de noche que los velaba. Hacían planes de un futuro para dos, lejos de aquella ciudad convertida en pueblo.

—Anoche soñé que te ibas sin mí.
—¿Que me iba sin ti por qué? —preguntó ella mirándolo a los ojos—. Sabes que quiero estar contigo.
—Te ibas sin decirme a dónde, queriendo olvidar nuestro año juntos... pero era mi culpa.
—¿Tu culpa por qué? —preguntó ella.
—Estábamos sentados aquí, junto a nuestra dama de noche; empezaste a llorar, te levantaste y te marchaste. Me dijiste que no querías volver a verme, que te había decepcionado.
—¿Pero qué me dijiste en el sueño para que llorara y te dijera eso?
—Te decía que te había sido infiel, que me había estado acostando con otra.


Él no la amaba (a la otra), más bien la odiaba; pero siempre acababa entre sus piernas. Era el deseo animal de follársela por detrás, de follarla como a ella le gustaba (a la otra).

Se levantó llorando —no quiero volver a verte, me has decepcionado— le dijo antes de marcharse y desaparecer para siempre.

***

Después de que te marcharas corté una rama de nuestra dama de noche. La corté y la metí en agua con la esperanza de que floreciera. Si al pasar los días las hojas de aquella rama no se caían, volverías; porque aquel sueño no sería real, sólo una pesadilla que me separa de ti. En cambio, si el verde se hacía marrón, sabría que la otra existió y que fui yo quien acabó con nuestro amor.
Todavía, casi veinte años más tarde, te busco en nuestro parque, al rededor de donde tantas veces nos desnudamos. Nunca estás, pero sé que un día vendrás, porque esa rama que corté es hoy una hermosa dama de noche.

martes, 17 de febrero de 2009

Su despedida

A Teresa Corrales Pérez,
mi abuela.

Me desperté de repente, con el amargo sabor de una despedida involuntaria, como si al otro lado de la realidad alguien dijera adiós. Me incorporé sobre el brazo izquierdo para mirar la hora, 6:48. Era un poco pronto para levantarse, el despertador no sonaría hasta las 7:00.
Me levanté tras la primera alarma, desayuné y salí en dirección a la universidad. Cerré la puerta absorto aún por la sensación de despedida. Crucé la avenida del General Perón y bajé la calle Orense hasta la parada de Cercanías.
Me monté en el tren por la primera puerta de la cabecera; a esas horas era la única forma de conseguir un asiento. Me quité el abrigo, apoyé la cabeza en el cristal y cerré los ojos.

Sobre la realidad habitan los sueños, en una especie de superrealidad. En ella, coexisten los subconscientes y sentimientos, entrelazados en vínculos que imitan a las relaciones personales. El amor o el odio, por ejemplo, no son más que productos de la realidad tangible que sólo adquieren sentido total en ese plano onírico. Las leyes y reglas de ese lugar no son arbitrarias, responden a la lógica de los sueños, a ese desconcertante silogismo que escapa a la razón. En las fantasías nocturnas nuestros subconscientes se despiertan y viven; como calco de la realidad se acarician y se hablan, se acercan y se alejan... Estas superrelaciones pueden perdurar a las relaciones que se traban en la realidad, pero en ningún caso sobrevivirán al cuerpo. Al morir el individuo, su subconsciente abandona de súbito esta superrelidad.

Abrí los ojos con la voz que anunciaba la parada de Cantoblanco, me puse el abrigo y salí. Caminé con la prisa habitual hasta la facultad de ciencias.
Entré por la puerta que da al departamento de matemáticas y subí a mi despacho. Me quité la gorra y el abrigo, saqué mis cuentas y me senté a trabajar.
Cinco minutos después sonó el teléfono, abrí la cremallera de la mochila y lo cogí: 7024. No podía ser, no estaba preparado para decirle adiós, era pronto aún... aunque quizás, ella estaba ya cansada de luchar. Había engañado a los médicos casi siete veces, siempre les negaba sus pronósticos y conjeturas, siempre se quitaba el camisón blanco para lucir sus canas y sus vestidos de flores. Mi padre creía que de nuevo lo haría.

—¿Qué pasa mare? —dije al descolgar el teléfono.
—Pedro, tu abuela se ha muerto —dijo mi madre—. Ayer por la noche estaba bastante mal.
—¿Cómo está papá? —le pregunté.
—Pues tu padre ya ha pasado lo peor, pero aún está regular.
—¿A qué hora se murió la abuela?
—Pues parece que un poco antes de las siete —respondió mi madre.
—Bueno mare, cogeré el tren esta tarde o mañana por la mañana.
—Vale hijo. Bueno... hasta luego.
—Venga mare, hasta luego.

La abuela Teresa se había ido para siempre, y como era de costumbre quería su beso y su achuchón de despedida. Besos y adiós abuela, que no sabía que eras tú quien se marchaba esta mañana de mis sueños.

miércoles, 11 de febrero de 2009

El juego que tú me enseñaste

Recuerdo la primera vez que me lo contaste, estábamos sentados en una terraza bajo el cielo de febrero. La espuma de la cerveza y el albero amarillo maquillaban tus mejillas al sol. Te recuerdo tras tus gafas negras, casi escondida, mientras me decías cuánto te protegían esos cristales opacos de extraños y conocidos. A través de ellos los observabas, guarecida, sin la necesidad de concederles una sonrisa o un saludo al cruzaros en alguna esquina; evitando las situaciones incómodas de las frases falsas y vacías. Tras esas inmensas lentes que cubrían parte de tu cara fingías tu despiste y les ocultabas tu mirada, a ellos. Por aquel entonces, yo no estaba en el grupo de ellos, a mí no sólo me regalabas besos y caricias, sino que tus ojos rasgados me buscaban entre tus piernas.

Sabías que no me gustaba aquella actitud, y que las gafas de sol no me sentaban nada bien; pero tú, tozuda como nadie, me regalaste unos cristales oscuros tras los que esconderme. Al principio, siempre buscaba el saludo de los conocidos por la calle; me sentía inseguro tras las lentes, como si ellos pudieran ver a través, y se fueran a dar cuenta de que los evitaba. Con el tiempo fui aprendiendo a observar sin cambiar el gesto, a esperar sus intenciones antes de sonreírles. Como complemento de aquellas gafas me enseñaste la necesidad de ocultarme tras los cristales.

Ayer me crucé contigo, después de cinco años de que terminara lo nuestro. Te observé a través de las gafas que me regalaste, esperando junto al semáforo de la plaza de la Encarnación. Tú estabas justo en la esquina de enfrente, al final de la calle Laraña; también esperabas tras tus cristales negros al hombrecito de verde. Sé que al cruzarnos me miraste, pero tu sonrisa quedó agazapada esperando mi saludo y mis palabras atentas a tus gestos. Te diste cuenta que jugaba a lo mismo que tú, pero merecía la pena disimular tras los cristales con tal de evitar situaciones incómodas.