miércoles, 24 de diciembre de 2008

3.

A finales de octubre el frío otoñal aún no había abrazado la ciudad.


El estudiante entró en la habitación, se deslió la toalla y se puso unos calzoncillos de licra negro. Descolgó de la percha unos pantalones vaqueros y una rebeca negra, y de uno de los cajones del armario sacó una camiseta. Al terminar de vestirse limpio sus gafas y cerró la ventana que daba a la rue des Gâtines.

De un portazo salió del piso y bajó las escaleras sin echar la llave. En el portal, junto a los buzones, se encontró a una anciana rechoncha, desataviada y desaseada que vaciaba en una bolsa de plástico azul los papeles del contenedor de reciclaje. Salió el joven diciendo —bon soir—, sin esperar la respuesta tardía de la vieja. Atravesó la puerta roja y cayó en la rue des Gâtines. Cruzó la calle disfrutando de la imagen: una hilera de coches parados, iluminada por las luces de frenos frente al semáforo rojo.


Bajó hasta la place Gambetta para coger el metro. En Père Lachaise cambió a la línea 2. Subió al tren y se sentó frente a una muchacha de exuberantes curvas. Su pelo de rizo natural parecía estar condenado de por vida a la gomina y a un repeinado moño en la coronilla. Su piel café moldeaba el contorno de un escotado y más que apetecible pecho, sus labios carnosos brillaban bajo la luz del blanco profundo de sus ojos. La chica incómoda por la mirada obscena del estudiante, se acariciaba las manos. Al llegar a Barbès-Rochechouart ésta se levantó cautivando, con su protuberante trasero, la atención del joven. Los deseos instintivos pisotearon cualquier ápice de razón: su lengua húmeda dibujando el placer desde su piel, negra y lisa, hasta los más intimos pliegues rosados.


De nuevo se puso en marcha el metro y el chico se preparó para bajar en la siguiente parada: Anvers.

Anvers era una de esas paradas en inglés, italiano o español. La magia del París de aquella zona se vendía en postales y souvenirs. Era difícil pasear por aquellas calles sin tener que sortear los miles de flashes de turistas, que pretendían llevarse a sus casas un trozo de la ciudad.

Subió las escaleras que daban al boulevard Rochechouart y encaró la calle que llevaba hasta el Sacré-Cœur. Caminó con la mirada en el suelo, absorto por alguna idea nueva. Al llegar a la rue Muller, sacó el teléfono móvil para mirar el código que tenía que teclear para acceder al edificio. Subió al tercero, saltando de dos en dos los escalones desnivelados, y llamó al timbre. Era curioso ver que en París los edificios se hacían viejos, y que una remodelación bastaba para hacerlos habitables. Parecía que ninguna constructora se planteara echarlos abajo para reconstruirlos desde el principio.

—¿Qué tal andáis chavales? —preguntó mientras se sacudía los pies en el recibidor.
—Pues aquí estamos... el cabrón de Adri ha llegado hace un rato y aún está en la ducha.
—¿Todavía?
—Quillo Pablo, ponle una cervecita mientras me visto, que ya he acabado de ducharme —gritó Adrián desde la ducha.

Se sentaron en un par de taburetes con las cervezas sobre la encimera de la cocina —tipo americana. La pieza, que servía tanto de salita-comedor como de habitación, tenía dos grandes ventanales que daban a la calle. La parte de la cocina estaba delimitada por la barra de madera junto a la que los chicos estaban sentados. Además, había una mesa con cuatro sillas y el sofá-cama en el que dormía Adrián.


Adrián entró en la habitación descalzo, con el torso descubierto, unos pantalones y la toalla liada a la cabeza.
—Lo siento, pero he estado en una reunión con el grupo de comunistas que os conté.
—¿Y qué tal ha ido? —preguntó el estudiante interesado.
—Pues muy bien, la mayoría son cuarentones pero aún tienen buenas ideas; aunque su principal objetivo en estos momentos sea captar a gente joven.
—Contigo lo han hecho bien, ¿no? —dijo Pablo.
—Hombre tampoco es que el Adri les vaya a servir de mucho, en junio se larga, y ya me dirás tú qué va a hacer desde España —dijo el estudiante.

Se deslió la toalla de la cabeza dejando al descubierto la melena mojada. Volvió a la ducha a por un cepillo y el secador, y se sentó junto a una de las ventanas. Enchufó el secador y comenzó el delicado ritual de secado y desenredado.

—Chavales, vaya negrita que me he encontrado en el metro —dijo el estudiante— era toda carne y fertilidad. Me senté frente a ella, y os lo juro, no podía quitar la vista de sus pechos, increíbles. Un descaro...
Comenzaron a reírse los amigos.
—Es que eres un guarrón —dijo Pablo.
—Illo, por más que intentaba mirarle las manos o perder la vista en el fondo del vagón —continuó el estudiante— oía su piel llamándome. Yo creo que se coscó. Pero os lo juro era toda sexulidad, esos pechos turgentes de mamá...
—Pablo, seguro que la pinta como a una diosa y no era más que una tía normal —desdeñó Adrián.
—Pues seguro —aceptó el estudiante— ya sabéis que a mí me gustan todas. Ahora, lo mejor es cuando la tipa se levantó... un culo. ¡Dios! desmesura absoluta; os juro que lo único que se me pasó por la cabeza fue bajar esos pantaloncitos, dar un par de besitos en sus nalgas y metérsela sin parar...
Los chicos no paraban de reír,
—Quillo, tú mejor que te la menees en la ducha antes de salir... —propuso Adrián.
—¡No hombre! tan mal no estoy.
—¿Qué no? —preguntó Pablo dando la razón a Adrián.
—Bueno —siguió el estudiante—, lo mejor es que cuando ya me imaginaba metiéndosela —se puso en pie y se miró los genitales— me di cuenta de que mi tamaño no era suficiente. —De nuevo risas— yo la tendré pequeña, pero para penetrar los cachetes de ese culo tan respingón se necesita un rabo africano... Sí, vosotros reíros pero eso tiene que ser algo evolutivo. Supongamos que en los orígenes del hombre el modo natural de procrear fuera meterla por detrás, que por otro lado, no sería de extrañar. Pensad que ésa es la postura en la que más atento a los peligros se puede estar. Pues nada, tú ponte que estás ahí dándole por detrás, a una con el culo de la tipa del tren, con los cachetes golpeándote en el pubis y el abdomen —mientras tanto el joven reproducía los movimientos con las caderas—. Ahora si tu pene no da la talla, ella ni se entera; pero peor aún ¿cómo transmites tu información genética?.
Los chavales se descojonaban con las payasadas del estudiante.
—Sí, pero es que creo que es así: el tamaño de los penes, según la raza, ha de depender del abultamiento de los traseros de las hembras. ¿Cómo tienen los orientales el pene? ¿y qué pasa con el culo de las orientales? que son totalmente planos, ¿no?. Y por supuesto, ¿qué pasa en el caso de la raza negra? —explicó el estudiante.
—Chaval, deja ya las matemáticas que te están haciendo perder los pocos pelos que te quedan —sentenció Pablo.
—¿Os parece ilógico?, no creo que sea ninguna locura. Sólo los más aptos transmiten su información genética, y dime tú, si la barrera carnal es grande, cómo la superas en esa postura con un pene que no tiene el tamaño suficiente. Yo creo que para que los penes pequeños se hayan mantenido a lo largo del tiempo, los traseros han tenido que ir perdiendo el abultamiento —esbozando una sonrisa al finalizar la explicación—... y ahí tenéis como ejemplos a africanos y orientales.


Al finalizar las carcajadas Adrián apagó el secador, lo desenchufó y lo dejó, junto al cepillo, sobre el sofá. Terminó de vestirse y preguntó mientras se ponía el cinturón
—¿Nos vamos ya?
—Yo estoy listo —dijo Pablo dando el último trago a su cerveza.
—¿Y dónde me lleváis? —preguntó el estudiante antes de acabar con su cerveza.
—A un bar en Pigalle que se llama Café des Artistes, estuvimos hace un par de noches por allí y había un ambiente cuarentón muy guapo.

Salieron del piso los tres jóvenes con dirección a Pigalle.



Nota: estas fotografías se expusieron en la Fundación Canal en Madrid, pertenecen a una exposición llamada Ocultos.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Según tu hipótesis de penes y culos, ¿por qué no ocurre el proceso inverso? Es decir, si las mujeres quieren un rabo grande, el hombre que lo posea seleccionará la mujer culona para poder reiterar sus prácticas sexuales con mayor intensidad puesto que, a las de culo resvalado y poco voluptuoso, posiblemente les dolerá más que un rabudo se la meta con tanta intentidad. O en el caso contrario, los orientales de penes pequeños, seleccionan culos resvalados para considerarse fieras en la cama,que siempre gusta... Así que realmente no se puede saber si el tamaño del culo determina el tamaño del pene o viceversa, aunque si que estoy contigo en que aquí hay algo, ya que si no existirían orientales rabones (rarísimo) y negros con micropenes (imposible), ja ja...

Anónimo dijo...

jajajaja

Alejandro Bella dijo...

Alucine de historia, pena que me da que hay sacapuntas que a veces no entienden.

Besos Papa negro.