martes, 17 de febrero de 2009

Su despedida

A Teresa Corrales Pérez,
mi abuela.

Me desperté de repente, con el amargo sabor de una despedida involuntaria, como si al otro lado de la realidad alguien dijera adiós. Me incorporé sobre el brazo izquierdo para mirar la hora, 6:48. Era un poco pronto para levantarse, el despertador no sonaría hasta las 7:00.
Me levanté tras la primera alarma, desayuné y salí en dirección a la universidad. Cerré la puerta absorto aún por la sensación de despedida. Crucé la avenida del General Perón y bajé la calle Orense hasta la parada de Cercanías.
Me monté en el tren por la primera puerta de la cabecera; a esas horas era la única forma de conseguir un asiento. Me quité el abrigo, apoyé la cabeza en el cristal y cerré los ojos.

Sobre la realidad habitan los sueños, en una especie de superrealidad. En ella, coexisten los subconscientes y sentimientos, entrelazados en vínculos que imitan a las relaciones personales. El amor o el odio, por ejemplo, no son más que productos de la realidad tangible que sólo adquieren sentido total en ese plano onírico. Las leyes y reglas de ese lugar no son arbitrarias, responden a la lógica de los sueños, a ese desconcertante silogismo que escapa a la razón. En las fantasías nocturnas nuestros subconscientes se despiertan y viven; como calco de la realidad se acarician y se hablan, se acercan y se alejan... Estas superrelaciones pueden perdurar a las relaciones que se traban en la realidad, pero en ningún caso sobrevivirán al cuerpo. Al morir el individuo, su subconsciente abandona de súbito esta superrelidad.

Abrí los ojos con la voz que anunciaba la parada de Cantoblanco, me puse el abrigo y salí. Caminé con la prisa habitual hasta la facultad de ciencias.
Entré por la puerta que da al departamento de matemáticas y subí a mi despacho. Me quité la gorra y el abrigo, saqué mis cuentas y me senté a trabajar.
Cinco minutos después sonó el teléfono, abrí la cremallera de la mochila y lo cogí: 7024. No podía ser, no estaba preparado para decirle adiós, era pronto aún... aunque quizás, ella estaba ya cansada de luchar. Había engañado a los médicos casi siete veces, siempre les negaba sus pronósticos y conjeturas, siempre se quitaba el camisón blanco para lucir sus canas y sus vestidos de flores. Mi padre creía que de nuevo lo haría.

—¿Qué pasa mare? —dije al descolgar el teléfono.
—Pedro, tu abuela se ha muerto —dijo mi madre—. Ayer por la noche estaba bastante mal.
—¿Cómo está papá? —le pregunté.
—Pues tu padre ya ha pasado lo peor, pero aún está regular.
—¿A qué hora se murió la abuela?
—Pues parece que un poco antes de las siete —respondió mi madre.
—Bueno mare, cogeré el tren esta tarde o mañana por la mañana.
—Vale hijo. Bueno... hasta luego.
—Venga mare, hasta luego.

La abuela Teresa se había ido para siempre, y como era de costumbre quería su beso y su achuchón de despedida. Besos y adiós abuela, que no sabía que eras tú quien se marchaba esta mañana de mis sueños.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo siento.

Pirata dijo...

Mi abuela murió un día que había quedado contigo en la facultad de matemáticas de Sevilla.

Hace una semana que no paro de pensar en la muerte y hoy, al encontrarme contigo, no he podido resistirme a enviarte un abrazo.

Para un payasolitario de un pirata con la barba verde.

Pedro P. Caro dijo...

Muchas gracias Pirata.