domingo, 18 de octubre de 2009

En la barra del Latino

La barra del Latino es un abismo atemporal dotado de una métrica ilógica. En ella caben La biblioteca de Babel y las piezas de cualquier rompecabezas transfinito. A últimas horas de la madrugada uno aprende, entre cervezas, que soledad significa escuchar desde la cama el ventilador del frigorífico. Allí lo banal se revela poesía y las palabras de Lassi Laakso ejemplos de la no linealidad del aprendizaje. Lassi, o Kallio como en realidad lo llamamos, es un finés nacido en Helsinki y criado en Vaasankatu, una calle cercana al barrio de Kallio, de ahí su nombre. No hay sábado noche en que Utrera no se una con aquel distrito en un beso ebrio que funde en un todo las esquinas del Latino con las del Kustaa Vaasa, en Helsinki. Kallio vino a Andalucía buscando el sol y se quedó con su corazón de nieve junto al tirador de cervezas de nuestro rincón.

Recuerdo una noche en la que me contó que hacía poco que había aprendido cuál era la derecha y cuál la izquierda, y que las dos vivían en igualdad y armonía, al menos de manera simbólica, debido a la simetría aparente de nuestra morfología. Me dijo que siempre se le hacía difícil distinguir conceptos simétricos, y que los nombres de cosas tan parecidas los solía grabar sobre las caras de un dado que lanzaba sin más al nombrarlos. Así hacía para hablar de la bilateralidad antes de desarrollar su mecanismo de asociación. Un día el pequeño Kallio se dio cuenta de que sólo en una de sus manos la articulación que une la falange del pulgar con su metacarpiano correspondiente gozaba de una amplitud superior a los 180º usuales, descoyuntándose ésta al extender dicho dedo. Al caer en la cuenta se dirigió a su madre y le preguntó: ¿qué mano es ésta, mamá? La izquierda hijo, la izquierda le respondió. En aquel mismo instante el pequeño Kallio obvió las dos caras de la bilateralidad para concentrarse de manera exclusiva en su pulgar, que correspondía al lado que llamamos izquierdo. Desde entonces, derecha e izquierda quedaron ordenados en una jerarquía mnemotécnica, de modo que para situar la derecha tenía que preguntar a sus manos cuál era la izquierda. De alguna forma era como llevar a mi madre a todas partes conmigo decía Kallio pues en verdad, mi mente no diferenciaba aún la izquierda de la derecha. Sólo hace unos años que ya no pregunto a mis manos, así que supongo que mi coco habrá aprendido a diferenciarlas.

Lo curioso, según contaba Kallio, es que algo parecido le ocurría en la infancia a la hora de aprender nuevas palabras. Parece ser que, a ciertos niveles de percepción, su cerebro era incapaz de memorizar determinadas sutilezas, ya sean de significado o de significante, de forma que comenzó a asociar, de manera inyectiva, palabras con imágenes. Es como si las palabras viajaran de los oídos a la mente acompañadas de un código que les permitiera el registro en los anales de mi memoria me comentaba. Además, durante muchos años al pronunciar u oír estas palabras esas imágenes se proyectaban en mi mente como sobre un telón en blanco. Pero del mismo modo que mi cerebro encontró una manera más rápida de distinguir la izquierda de la derecha, éste dejó de usar las imágenes como identificador de las palabras. Más bien, creo que el proceso se ha invertido, al menos en algún sentido. Ahora para aprender nuevos conceptos necesito palabras que me permitan comprenderlos. Es curioso, ¿no? ver cómo a lo largo del aprendizaje los componentes se intercambian los papeles.

Al escuchar ejemplos como éstos, no es difícil especular con la idea de que las palabras son las ecuaciones con las que modelamos los conceptos, siendo así difícil pisar más allá de las baldosas del conocimiento sin el bastón de las palabras.

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